Lex Fiscus

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miércoles, 20 de marzo de 2013

Videgaray, El secretario superpoderoso.

En estos tiempos tempranos del gobierno de Enrique Peña Nieto, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, haría bien en recordar lo que sucedió con otro jefe nacional de las finanzas públicas hace casi 30 años. En los 80, Jesús Silva Herzog, el “diamante negro” le decían, era la figura dentro del gabinete del presidente Miguel de la Madrid por encima de políticos talentosos como el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, y el de Programación, Carlos Salinas, a quien tenía acotado. A mediados del sexenio pocos dudaban que sería candidato presidencial, y se comparaba su carisma e inteligencia con la falta de popularidad y grisura del Presidente. Silva Herzog fue el querubín de los medios hasta que, inesperadamente, De la Madrid lo despidió. ¿Qué sucedió? No era por su trabajo. México ya había saltado la crisis de liquidez del final del gobierno de José López Portillo de la mano de Silva Herzog, y evitado la catástrofe del choque petrolero de 1983. Los terremotos de 1985 trajeron inestabilidad, pero no había nada que alterara el manejo de las finanzas de una forma que obligara a una decisión tan radical. El problema no era de “performance”, sino del manejo mediático. Los reflectores sobre Silva Herzog eran superiores a las luces que alumbraban al Presidente y opacaban al resto del gabinete. El secretario de Hacienda cayó presa de las intrigas palaciegas. Estas pugnas siempre han existido y no desaparecerán. La vanidad de Silva Herzog, o su descuido en el tejido político dentro del gabinete, terminaron perjudicándolo. En el arranque del gobierno de De la Madrid el secretario de Hacienda era importante, pero nunca fue visto de una manera tan superior a todos como hoy Videgaray. Parece el alter ego del presidente Peña Nieto, quien lo hizo secretario en el Estado de México, diputado, aspirante al Gobierno mexiquense, coordinador de la campaña del candidato estatal y de su campaña presidencial, jefe del equipo de transición y secretario de Estado. Todo, en escasa una década. Qué talento, cercanía y dependencia. Videgaray luce como el poder tras el trono. Acompañó al Presidente a la misa inaugural del papa Francisco –¿qué tenía que hacer en El Vaticano?–, y en la escala técnica rumbo a Roma fue puesto a declarar a la prensa que iba en la comitiva. Pero no sobre finanzas, sino sobre la reforma energética. Las primeras planas de varios periódicos del martes fueron propiedad de las palabras de Videgaray. ¿Qué pensará el secretario de Energía, que quedó como actor de reparto en el tema que es de su competencia? No habló el canciller, el acompañante natural del Presidente por ser un asunto de política exterior, o la subsecretaria de Asuntos Religiosos de la Secretaría de Gobernación, responsable del tema en el interior. Se pudo haber optado por el silencio durante el viaje, pero saltó Videgaray a la palestra. La semana pasada acaparó más primeras planas con su declaración que la Ley de Telecomunicaciones le daría a México un crecimiento de 1% del Producto Interno Bruto, que el secretario de Comunicaciones, que dijo lo mismo un día antes. En todos los ámbitos económicos –salvo en lo laboral–, Videgaray tiene algo qué decir. Lo han llamado, al igual que el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, “vicepresidente”, quizás en el modelo español donde son los jefes de los asuntos económicos y políticos. En cualquier caso, no sería dos vicepresidentes sino uno, Videgaray, si se mide por cuántos de sus colaboradores pudieron nombrar sin injerencia presidencial. Videgaray a todos; Osorio Chong tiene cuñas, como el subsecretario del ramo, Luis Miranda, íntimo del Presidente. La prominencia de Videgaray es percepción y realidad. Es el peor de los mundos para un secretario con ambiciones políticas, en el arranque del sexenio. Es cierto que Videgaray no se manda solo, y si tiene este protagonismo es porque el Presidente lo estimula, o se lo permite. Pero no le ayuda al secretario de Hacienda si quiere seguir creciendo. Las intrigas palaciegas lo van a devorar, a menos, claro, que él devore a todos sus compañeros de gabinete, lo que no se ve posible. Silva Herzog, en 1986, es su espejo.

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