Lex Fiscus

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martes, 20 de agosto de 2013

México cuenta con uno de los índices de piratería de obras y prestaciones protegidas por el derecho de autor más elevados del mundo, solo superado por Rusia y Taiwán. Libros, discos, películas y programas de computación son ilegalmente reproducidos, distribuidos y comercializados en la vía pública de manera totalmente impune, lo mismo en las aceras frente a la Procuraduría General de la República como las de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ni qué decir de los clientes habituales de este tipo de ilícitos negocios, que van desde personas de escasos recursos que buscan una forma de entretenimiento económica, aun a costa de la calidad del producto adquirido, hasta refinados ejecutivos y servidores públicos de los más altos niveles, en búsqueda de películas y series de televisión de moda, irresponsables e ignorantes de los daños que se causan.

México cuenta con uno de los índices de piratería de obras y prestaciones protegidas por el derecho de autor más elevados del mundo, solo superado por Rusia y Taiwán. Libros, discos, películas y programas de computación son ilegalmente reproducidos, distribuidos y comercializados en la vía pública de manera totalmente impune, lo mismo en las aceras frente a la Procuraduría General de la República como las de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Ni qué decir de los clientes habituales de este tipo de ilícitos negocios, que van desde personas de escasos recursos que buscan una forma de entretenimiento económica, aun a costa de la calidad del producto adquirido, hasta refinados ejecutivos y servidores públicos de los más altos niveles, en búsqueda de películas y series de televisión de moda, irresponsables e ignorantes de los daños que se causan. Las pérdidas para los autores, los artistas, los editores, los productores de fonogramas y los productores de obras audiovisuales en general son multimillonarias y no parece haber solución o remedio efectivo en contra de ello. Programas antipiratería, pactos, alianzas y concurridas conferencias de prensa encabezadas por docenas de servidores públicos y ejecutivos de la iniciativa privada van y vienen cada semestre con magníficas iniciativas de papel, mismas que, al toparse con la realidad cotidiana y el complejo tejido de redes de corrupción imperante en este negocio, hacen absoluta y totalmente imposible su ejecución. La piratería en nuestro país esta íntimamente ligada al ambulantaje, y éste a su vez a concesiones de los gobiernos locales. Erradicar este fenómeno podría no resultar “políticamente correcto”. Es una actividad tolerada, en donde se dice que las manos de los cárteles del narcotráfico se han hecho ya presentes, en tanto los márgenes de utilidad que porcentualmente representa vender un solo DVD pirata, son significativamente mayores a los que representa vender una grapa de cocaína, con un riesgo legal infinitamente menor y, además, sin que exista hacia quien ejerce esa ilícita actividad reproche social alguno, al considerarse un actividad mercantil tan decorosa como cualquiera otra. *** La pretenciosa frase de “justicia expedita” en México se queda precisamente en eso: una simple frase. “Justicia tardada = justicia denegada” parecería más acorde con la realidad de todo aquel que requiere litigar un asunto en materia autoral en nuestro país. Las resoluciones administrativas, tanto ante el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial como ante el Instituto Nacional del Derecho de Autor, indispensables aún para poder acudir a la vía jurisdiccional a reclamar el pago de daños y perjuicios derivados de la comisión de hechos ilícitos, suelen tomar por lo menos de 18 a 24 meses a partir del día del inicio de los procedimientos respectivos. El recurso ordinario que procede en contra de las resoluciones de los órganos administrativos es el Juicio de Nulidad ante la Sala Especializada del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa, cuya tramitación puede suponer entre 2 a 4 años adicionales, según la carga de trabajo que presente ese tribunal especializado. El recurso de Amparo en contra de la sentencia previa puede ser resuelto antes de un año, pero no con ello se llega al final del tan anhelado camino. Asumiendo que el autor ha obtenido una sentencia favorable, después de haber litigado un asunto no menos de 5 o 6 años con los consecuentes costos asociados de abogados, actuarios, copias, propinas y lo habitual en todo juicio en este país, inicia entonces una nueva etapa de acciones judiciales para demandar el pago de los daños y perjuicios ocasionados, lo que puede suponer otros dos o tres años de tribunales, abogados, costos asociados y posteriormente la tarea quizá más difícil de emprender, consistente en la ejecución de la sentencia correspondiente, asumiendo que se logró salvar el escollo más importante que le impone el sistema al afectado: demostrar que se le causaron daños y/o perjuicios, que éstos son consecuencia directa e inmediata del acto ilegal que se reclama y lo peor, que aún exista la empresa responsable de su comisión. No existe autor que aguante ese trote ni bolsillo que lo soporte, por lo cual los autores suelen doblegarse o desistir con justificada prontitud de su anhelada búsqueda de justicia. Así se vive y se imparte la justicia autoral en nuestro país. A finales del mes de junio se publicó en el Diario Oficial una reforma más a la incontablemente remendada Ley Federal del Derecho de Autor que data del año de 1996. He de destacar aquí que la reforma más significativa que allí se contiene consiste en la aparente eliminación del requisito procedimental impuesto a través de una garrafal tesis aislada de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que en torpe analogía con aquella existente en materia de Propiedad Industrial, obliga al reclamante de una violación en materia de derechos de autor o de derechos conexos a tener que agotar un procedimiento de infracción administrativa en materia de comercio o de derechos de autor ante el Impi o el Indautor respectivamente, y que éste quede firme, antes de poder acudir a los órganos jurisdiccionales a demandar el pago de los daños y perjuicios causados. De tener el alcance que se comenta la reforma antes aludida, y si la Suprema Corte no se empecina en la subsistencia de esa absurda tesis, podremos eliminar muchos meses, quizás años, de injusta espera en la impartición de justicia. *** Vivir del producto del trabajo creativo es hoy una utopía para los miles de autores de obras literarias o artísticas que con su talento enriquecen y hacen más llevadera nuestra vida cotidiana. Todos demandamos más y mejores productos culturales, pero pocos estamos dispuestos a pagar realmente el valor que éstos tienen o que sus autores o causahabientes aspiran a recibir por permitirnos su consumo. La sociedad demanda airadamente el libre acceso a la cultura y lo soporta o justifica en su derecho humano a informarse. Sin embargo, pocos reflexionan en torno a que ni toda la cultura debe ser de libre acceso, ni menos aún gratuita. El derecho del ciudadano a informarse no prevalece sobre el del autor que crea el producto cultural y que tiene el derecho soberano a decidir las condiciones en que su talento ha de ser compartido. También la Suprema Corte de Justicia de la Nación concluyó recientemente en una sentencia aprobada por el Pleno, que el derecho de autor es un Derecho Humano también. Si bien los razonamientos empleados para arribar a esa conclusión admiten toda clase de críticas, el máximo tribunal ha fijado criterio al respecto y ahora le tocará resolver, en aplicación de los principios de ponderación y proporcionalidad, qué derecho deberá prevalecer sobre cuál. Menuda discusión que se avecina para los tribunales cuando tengan que resolver sobre la prevalencia del derecho correspondiente a autores y causahabientes frente a las demandas de acceso a la información por parte de la sociedad civil. Parece una sutileza, pero en realidad no lo es. El Estado garantiza a los autores, a través de la Ley Federal del Derecho de Autor y de múltiples tratados internacionales sobre la materia, el derecho exclusivo a determinar las condiciones de uso de las obras producto de su ingenio, que se traduce en una categórica, contundente y corta frase: autorizar o prohibir. Una amenaza más se cierne sobre el derecho de los autores y/o titulares y/o productores en estos momentos. A principios del mes de junio, se publicó en el Diario Oficial la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones. Esa reforma tiene diversos objetivos, pero el que quizá mejor la identifica es precisamente la voluntad del Estado de sumar nuevos jugadores en condiciones de efectiva competencia a actividades en el sector de las Telecomunicaciones, tradicionalmente ejercido por solo unos cuantos. Esta reforma, impulsada en buena medida por la Comisión Federal de Competencia (Cofeco), supone de facto una amenaza de grandes proporciones para los derechos de los autores, de sus causahabientes, de los productores de fonogramas, de videogramas y desde luego para los propios organismos de radiodifusión. La Cofeco ha dejado claro testimonio en las resoluciones emitidas que involucran derechos de naturaleza autoral o conexa, que no existe distinción alguna entre quien comercia una tonelada de jitomates o cientos de kilos de embutidos de un autor de obras literarias o artísticas, menos aún de las relevantes actividades de los productores de bienes culturales. Mientras ambos “productos” se encuentren destinados al “consumo” de las personas, las reglas de comercio aplican sin distingos. Si un autor de obras de cualquier género autoral o un productor de obras audiovisuales o de cualquier otro género, en ejercicio legítimo del derecho exclusivo que poseen para autorizar o prohibir su uso y explotación, autorizan a un tercero su uso y explotación y niegan a otros tal posibilidad, son objeto de acciones de “negativa de trato” sancionadas por la Ley Federal de Competencia. La reforma constitucional a que se alude y en particular el artículo 8º Transitorio de la misma, prevé la polémica e ilegal figura del “Must Offer” y del “Must Carry” (Obligación de permitir y de proveer), mediante la cual el organismo de radiodifusión que emite una señal gratuita y abierta portadora de programas de televisión, (entiéndase los canales 2 y 13, por ejemplo), están obligados a permitir que una entidad concesionada de televisión restringida (de paga), los “retransmita” íntegramente a sus suscriptores de manera gratuita, como parte del servicio de programación que provee. La justificación de esta polémica imposición constitucional está dictada por un tema de competencia económica, sin haberse percatado aún que la ilegal afectación a los derechos de los organismos de radiodifusión, meros licenciatarios de los contenidos incorporados en las señales radiodifundidas, corresponden a autores, artistas intérpretes o ejecutantes, productores de fonogramas, videogramas y de obras audiovisuales en general, cuyos derechos se reputan como exclusivos y por ende no sujetos al arbitrio de las decisiones de competencia impuestas por el Ejecutivo Federal. La ilegal afectación a los derechos de los organismos de radiodifusión no puede acarrear simultáneamente la gravísima vulneración a los Derechos Humanos de los autores y de los titulares de otros derechos allí incorporados, cuando es precisamente el contenido programático protegido por el derecho de autor, el que le da valor económico a la señal emitida. Ojalá que la Cofeco logre algún día comprender que la naturaleza del derecho de autor es monopólica, y que la obra de Octavio Paz, de Juan Rulfo, de Diego Rivera, de David A. Siqueiros, de Consuelito Velázquez o de Agustín Lara no se “merca” o vende “por kilo” ni a granel, sino “por puritito talento”.

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